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Laveaga, Gerardo. La Suprema Corte y los Césares

La Suprema Corte y los Césares

En una época como la nuestra, donde la Suprema Corte se esmera en no hacer ruido, vale la pena hacer un repaso de los ministros que han presidido. El autor de este artículo, profesor en el Departamento de Derecho del ITAM, se vale la similitud con los césares de Roma para efectuar dicho ejército y para sugerir que se estudie la conveniencia de crear un Tribunal Constitucional, aparejado a un Tribunal Superior de Justicia Federal.

Aldous Hxley solía fantasear sobre al cual de los césares romanos se parecían sus amigos si llegarán a obtener el poder absoluto. Aunque nuestra suprema corte de Justicia dista mucho de ostentar un poder semejante, he querido efectuar un ejercicio como el que proponía Huxley. Pensé en el símil respecto de los presidentes que ha tenido nuestro Máximo Tribunal desde 1995, pues fue entonces cuando el Poder Judicial fue renovado de cuajo.

Comienzo con Vicente Aguinaco, a quien correspondió encabezar no sólo la Corte de la Judicatura Federal. Tuvo que hacer entender a los ministros que ya no administraban y a los consejeros que ellos no juzgaban. Medió para configurar el naciente Tribunal Federal Electoral y enfrentó a la vieja guardia de jueces, que padecieron la instauración del servicio de carrera.

¿A mis 60 años me van a poner a concursar con un secretario de estudio y cuenta, a quien doblo la edad, para ver si eligen magistrado?, me dijo uno de ellos, indignado. Aguinaco también encaró a los académicos que exigían que, de la noche a la mañana, la Corte dejara de ser un tribunal de tercera instancia para convertirse en Tribunal Constitucional.

Los de su generación lo acusaron de revolucionario: “Está desatando fuerzas que nadie podrá controlar después, repetían. Los innovadores, por su parte, lo tacharon de tímido: “Se está quedando corto. Debe ir más allá”. Pese a unos y otros, el abogado guanajuatense logró una transición ordenada. Entendió su papel y lo desempeño con entereza. Toda proporción guardada, se asemejaría a Augusto, que pasó de la República al Imperio, logrando una pax exitosa.

Góngora era un hombre a quién regocijaba el poder y así lo hizo sentir en todo el país. A partir de los cimientos que edificó Aguinaco, corrigió la página al presidente de la República cuantas veces lo creyó oportuno, obligándolo a ceñirse a nuestra Carta Magna.

Pisó callos por aquí y por allá. Con apoyo de los legisladores removió a los integrantes del Consejo de la Judicatura que estorbaban sus designios, impulsó a los jueces que mostraban autonomía y neutralizó a aquellos que no poseían agallas, enviándolos a posiciones donde pudieran hacer el menor daño posible. Redefinió, en suma, las facultades de los tribunales.

Su paso fue huracán, pero la Corte pesó más que nunca en su historia. No exagero: en su historia. En opinión de muchos observadores, fue el mejor presidente que ha tenido la Corte desde 1824. Por supuesto, cometió arbitrariedades e hizo enemigos a granel. Algunos de ellos terminaron pasándole factura. El césar al que podía hallarle parecido sería trajano, en cuyo reinado alcanzó el imperio romano su máxima extensión.

Mariano Azuela fue la cara opuesta de Góngora. Había sido un ministro que predicaba frugalidad y valores éticos, por lo más de un juez apostó a que llegaría a reducir sueldos y suprimir prerrogativas. Se le temía, pero por razones distintas a las de su antecesor. En azuela, sin embargo, primó el filósofo.

Sabía que su encargo era pasajero. No quería lastimar a nadie. Para retratarlo bastaría un detalle tan nimio como el que ni siquiera reclamó el sitio que Góngora seguía acaparando en el estacionamiento, reservado al presidente de la Corte. Creía sinceramente en los valores que había enseñado en sus clases a lo largo de su vida, por lo no dictó a ningún juez, a ningún magistrado, lo que debía hacer. Para ese eran autónomos, ¿o no? Si no actuaban con rectitud, allá ellos…

Más de uno de sus colaboradores llegó a quejarse a sus espaldas: “Le pregunté que hacer aquí, cómo actuar acá… y me respondió que era yo quien debía decidir, de acuerdo como mi conciencia”. Se le recuerda por su Código de Ética Judicial y por los murales que ordenó pintar en el edificio principal de la Corte.

Pero también por haber dado su confianza a algunos que, con su irresponsabilidad e incompetencia, acabaron traicionándola. Afortunadamente, se dio cuenta a tiempo y sustituyó, de golpe, a su equipo administrativo. “Si alguien salvó la presidencia de Azuela me confió una vez Jorge Carpizo, esa fue Arely Gómez, que logró poner la casa en orden.

Su gestión evoca a la de Marco Aurelio, un emprendedor que en cuanto llegó al poder invitó a cogobernar a Lucio Vero, su rival. Luego, resignado a pelear una guerra tras otra, nunca perdió de vista lo breve y engañosa que es la existencia humana. Procuró ser benevolente y generoso, hasta donde su alta investidura se lo permitió.

En cuanto a Guillermo Ortiz Mayagoitía, no era un hombre de poder ni tampoco un apóstol. Su pragmatismo fue legendario y asumió los problemas más graves con una sonrisa. Corrijo: con una carcajada. Estaba dotado de una envidiable sentido del humor.

Conocía la maquinaria judicial al derecho y al revés, así que dio a sus integrantes lo que querían. Ni más ni menos. Sabía cuándo usar el garrote y cuándo la zanahoria. Observador de la naturaleza humana, se percató al instante de sus propios límites.

Sus colegas elogiaban su sentido común y la simplicidad con la que veía el mundo. No lo decepcionó: donde Góngora había apretado, él aflojó: donde Azuela había dejado cabos sueltos, él los reunió. Cuando ofendió a alguien, ofreció disculpas. Bajo su presidencia, Corte y consejo recuperaron el equilibrio que en los últimos ocho años se había alterado de un lado y del otro.

Sin ser político “Nunca he corrido a un solo empleado en mi vida”, solía decir antes de que lo eligieran presidente, restaño heridas y concilió facciones. Su gestión recuerda en mucho de Desapasionado, el “reorganizador” del Imperio romano que se abstuvo de empresas inviables o temerarias. Murió haciendo bromas.

Juan Silva Meza, dicen sus colegas, luchó denodadamente para alcanzar la presidencia y, cuando llegó, no supo qué hacer con ella.
Le incomodaba administrar y tomar decisiones. Tambaleó, incluso, a la hora de dar un impulso decidió al nuevo sistema penal acusatorio. Para su buena suerte, contó con el apoyo de Carlos Pérez Vázquez, un abogado obsesionado con la protección de los derechos humanos quien en busca de una agenda propia consiguió dar notable interlocución al Máximo Tribunal en este ámbito.

Mientras Silva Meza viajaba a la ONU a recoger un premio, se recibía la “instrucción de la Corte Interamericana para el Caso Radilla y se promulgaba la nueva Ley de amparo, que marcaba el inicio de una nueva época en la Corte. Los ministros se alinearon, entonces en dos bandos; los promotores de la universalidad de los derechos humanos y promotores de la suprema constitucional.

Silva simpatizaba con los primeros pero, cuando hubo que elegir sucesor, la escisión quedó en evidencia se necesitaron 30 rondas para conseguirlo. Para destrabar la votación, Silva se vio obligado a cambiar su voto y a dárselo a un ministro que representaba todo aquello de lo que él recelaba.

Su gestión recuerda a la de Teodosio, cuya lentitud a la hora de tomar decisiones y su inercia administrativa sufrieron un descalabro cuando san Ambrosio lo obligó a expresar públicamente su arrepentimiento por una masacre y a favorecer, exclusivamente, a los cristianos. Desde entonces. Teodosio se dejó llevar por la incipiente religión. Sus esfuerzos no bastaron para mantener la unidad de imperio. A su muerte, su hijo Honorio se quedó con la mitad occidental y su hijo Arcadio con la oriental.

Contra lo que pudiera pensarse, sin embargo, la división que con sus acciones y omisiones provocó Silva Meza no es una mala noticia. Quizás ya sea hora de pensar en un tribunal de tercera instancia (como el que resulte su denominación) y es una auténtico tribunal constitucional, cuyas decisiones no estén ceñidas a la impresentable Fórmula Otero, que permite que una misma ley sea constitucional para unos e inconstitucional para otros. Esto es monstruoso en una democracia donde se supone todos somos iguales ante la ley.

Un tribunal de tercera instancia no es incompatible con un tribunal constitucional, como lo demuestran Alemania y otros países. Hay veces en que una ruptura no sólo es sana sino necesaria. La pregunta que tendría que hacerse nuestros legisladores es si estamos dispuestos a utilizar las leyes para promover la igualdad y no sólo para declararla o, peor aún, para simularla.

Laveaga, Gerardo. (Diciembre, 2016). La Suprema Corte y los Césares. El mundo del Abogado. 18; (2012). 22-24 pp.

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